lunes, 27 de octubre de 2014

Una pequeña historia





Clarita era una niña despierta, de cabello negro azabache, carita redonda y expresiva, salpicada por miles de pequitas que daban un aire travieso a su rostro. Le encantaba el campo, la naturaleza, observar a los renacuajos en sus charcas, y jugar “a las casitas” en el depósito de agua que había cerca de su casa (su lugar favorito). Le encantaba el olor del mar, y bañarse en la playa. En la misma playa a la que sería fiel verano tras verano, muchos años más tarde.
           A Clarita le encantaba comer. Disfrutaba merendando junto a su hermano Susín grandes bocadillos de pan con chocolate unas veces, con mantequilla y azúcar otras. Pero lo que más le gustaba a Clarita era jugar a ser maestra. Colocaba al pequeño Susín  junto con sus muñecas, sentados en fila, y les daba lecciones de matemáticas, lengua, religión,…pero sobre todo de matemáticas, porque Clarita era un as en ese campo. “Tenéis que aprenderos la tabla del 2”, les decía la pequeña maestra, aunque en realidad, lo que hacía, era predicar en el desierto. Susín era demasiado pequeño para aprender las tablas de multiplicar, y sus muñecas…en fin, eran muñecas… Entonces Clarita se frustraba y se enfadaba por no conseguir sus objetivos, y se iba a buscar a su vecina Terería para jugar al cascayo o a la goma, y así liberar tensiones.


Como tantas niñas, Clarita sentía un inmenso amor por su abuela.

 Josefa era una mujer de esas que se dice “de bandera”.  Azotada por los sinsabores de la  cruenta guerra, y por la cruda realidad en la que se sumió después el  país, Josefa, o Fina d’a Caleya, como la conocían en el pueblo, era una superviviente nata. De ideales firmes e incorruptibles, lidió y cameló con osadía y suspicacia a toda esa gente de sospechosa y muy cuestionable sesera. Hablamos, claro está, de los que ganaron la batalla. Y es que la necesidad agudiza el ingenio. Con tres bocas que alimentar, y sin un marido que la ayudase (otro castigo de la guerra…otro más…), Fina se veía obligada a hacer alarde de su inteligencia natural y a exprimir al máximo su instinto de supervivencia, ganándose el respeto de quien más le conviniese en cada momento. Se podría pensar que Fina se vendía, pero no lo hacía. En ese caso el fin justificaba los medios.

Fina tuvo tres hijos: Juan, Pepín y Feliciano. Juan era el pequeño, y como tantos otros niños de la época, murió a muy temprana edad a causa de unas intensas fiebres que azotaban a la población y atacaban sin compasión a unas vidas ya de por sí truncadas. Pepín y Feliciano, al contrario, crecieron felices bajo los atentos cuidados de su madre. Los dos se vieron obligados a abandonar la escuela siendo muy jóvenes para lograr salir adelante. Pepín se fue a trabajar a una incipiente industria metalúrgica, a un centenar de kilómetros de su casa. Feliciano, por su parte, debió partir un poco más lejos…a los 14 años, sin ahorros, con una maleta de cuero con sólo una muda, partió en un barco con rumbo extranjero, como dice la canción. Se fue a navegar: “A descubrir nuevos rumbos y horizontes”, le gustaba pensar a él. Con todas y esas, se le puede considerar un afortunado por no haber tenido que partir hacia las Américas, como tantos otros de la época. Al fin y al cabo, cada cierto tiempo, podía regresar a casa.

Y fue en una de esas visitas programadas cuando conoció a la que años más tarde sería su mujer. Se llamaba Valentina, y era una mujer elegante, tímida y muy selectiva. Tan selectiva era Valentina con sus pretendientes que su tía Luisa estaba convencida de que nunca encontraría un hombre a su medida y que se quedaría, como suele decirse, “para vestir santos”.

Pero ese hombre llegó y, no sin  hacerse de rogar, consistió llegar hasta su corazón. Se casaron en una capilla humilde con una sencilla ceremonia y pocos invitados. Nueve meses más tarde nacería Clarita, y cuatro años después lo haría Susín.

Clarita y Susín se criaron sin opulencias, pero nunca les faltó de nada. Cuando llegaban las fiestas del pueblo era tradición estrenar ropa y zapatos, y aquello se convertía en la más inmensa felicidad, sobre todo para Clarita que, como todas las niñas, era coqueta y presumida. Una tarde de septiembre, a Clarita le compraron unos zapatos nuevos. Tan contenta estaba con aquellos zapatos que tanto le gustaban que no los perdía de vista en ningún momento. Jugaba con ellos, dormía con ellos, se los ponía a las muñecas,…hasta que un día (dos días antes de su gran estreno), los zapatos desaparecieron. Buscaron y buscaron y los zapatos no aparecían por ningún lado. Valentina reñía, Clarita lloraba, Susín jugaba ajeno a lo que ocurría, y Fina, tras darle muchas vueltas, concluyó que habían sido “los titiriteros”, como llamaban a los que acudían al pueblo con puestos ambulantes para las fiestas, los que se los habían llevado. Conclusión, Clarita sin zapatos para estrenar…¡un drama!

Resignada a llevar a la fiesta unos zapatos viejos, cuando todas sus amigas y sus primas irían de estreno, salió a jugar un poco. Se fue al poste de la luz donde jugaba muchas veces, y fue entonces cuando encontró, tapados con hojas de helechos y envueltos en un paño, los preciados zapatitos blancos, junto con un par de piedrecitas verdes que había cogido en la playa durante el verano. Clarita no podía estar más feliz por haber encontrado sus tesoros que ella misma había escondido tan bien, tan bien, que nadie los podía descubrir. De hecho, ni ella misma recordaba su escondite secreto... Cuando la pequeña los llevó, radiante de felicidad a su casa, Valentina continuó riñendo un rato más por lo despistada que había sido, Fina salió a dar un paseo dando las gracias a Dios, y Susín continuaba jugando, sin enterarse de nada. Al día siguiente fueron las fiestas del pueblo, y todo se quedó en una historieta que contar.

Este ha sido un pequeño extracto de la vida de unas personas admirables. Aún tendrían que ocurrir cientos de anécdotas en sus vidas, tendrían que vivir los momentos más amargos pero también disfrutar los más felices.  

 

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