Clarita
era una niña despierta, de cabello negro azabache, carita redonda y expresiva,
salpicada por miles de pequitas que daban un aire travieso a su rostro. Le
encantaba el campo, la naturaleza, observar a los renacuajos en sus charcas, y
jugar “a las casitas” en el depósito de agua que había cerca de su casa (su
lugar favorito). Le encantaba el olor del mar, y bañarse en la playa. En la
misma playa a la que sería fiel verano tras verano, muchos años más tarde.
A Clarita le encantaba comer. Disfrutaba merendando
junto a su hermano Susín
grandes bocadillos de pan con chocolate unas veces, con mantequilla y azúcar
otras. Pero lo que más le gustaba a Clarita era jugar a ser maestra. Colocaba
al pequeño Susín junto con sus muñecas,
sentados en fila, y les daba lecciones de matemáticas, lengua, religión,…pero
sobre todo de matemáticas, porque Clarita era un as en ese campo. “Tenéis que
aprenderos la tabla del 2”, les decía la pequeña maestra, aunque en realidad,
lo que hacía, era predicar en el desierto. Susín era demasiado pequeño para
aprender las tablas de multiplicar, y sus muñecas…en fin, eran muñecas… Entonces
Clarita se frustraba y se enfadaba por no conseguir sus objetivos, y se iba a
buscar a su vecina Terería para jugar al cascayo o a la goma, y así liberar
tensiones.
Como
tantas niñas, Clarita sentía un inmenso amor por su abuela.
Josefa era una mujer de esas que se dice “de
bandera”. Azotada por los sinsabores de
la cruenta guerra, y por la cruda
realidad en la que se sumió después el
país, Josefa, o Fina d’a Caleya,
como la conocían en el pueblo, era una superviviente nata. De ideales firmes e
incorruptibles, lidió y cameló con osadía y suspicacia a toda esa gente de
sospechosa y muy cuestionable sesera. Hablamos, claro está, de los que ganaron
la batalla. Y es que la necesidad agudiza el ingenio. Con tres bocas que
alimentar, y sin un marido que la ayudase (otro castigo de la guerra…otro
más…), Fina se veía obligada a hacer alarde de su inteligencia natural y a
exprimir al máximo su instinto de supervivencia, ganándose el respeto de quien
más le conviniese en cada momento. Se podría pensar que Fina se vendía, pero no lo hacía. En ese caso
el fin justificaba los medios.
Fina
tuvo tres hijos: Juan, Pepín y Feliciano. Juan era el pequeño, y como tantos
otros niños de la época, murió a muy temprana edad a causa de unas intensas
fiebres que azotaban a la población y atacaban sin compasión a unas vidas ya de
por sí truncadas. Pepín y Feliciano, al contrario, crecieron felices bajo los
atentos cuidados de su madre. Los dos se vieron obligados a abandonar la
escuela siendo muy jóvenes para lograr salir adelante. Pepín se fue a trabajar
a una incipiente industria metalúrgica, a un centenar de kilómetros de su casa.
Feliciano, por su parte, debió partir un poco más lejos…a los 14 años, sin
ahorros, con una maleta de cuero con sólo una muda, partió en un barco con
rumbo extranjero, como dice la canción. Se fue a navegar: “A descubrir nuevos
rumbos y horizontes”, le gustaba pensar a él. Con todas y esas, se le puede
considerar un afortunado por no haber tenido que partir hacia las Américas,
como tantos otros de la época. Al fin y al cabo, cada cierto tiempo, podía
regresar a casa.
Y fue
en una de esas visitas programadas cuando conoció a la que años más tarde sería
su mujer. Se llamaba Valentina, y era una mujer elegante, tímida y muy
selectiva. Tan selectiva era Valentina con sus pretendientes que su tía Luisa
estaba convencida de que nunca encontraría un hombre a su medida y que se
quedaría, como suele decirse, “para vestir santos”.
Pero ese
hombre llegó y, no sin hacerse de rogar,
consistió llegar hasta su corazón. Se casaron en una capilla humilde con una sencilla
ceremonia y pocos invitados. Nueve meses más tarde nacería Clarita, y cuatro
años después lo haría Susín.
Clarita
y Susín se criaron sin opulencias, pero nunca les faltó de nada. Cuando
llegaban las fiestas del pueblo era tradición estrenar ropa y zapatos, y
aquello se convertía en la más inmensa felicidad, sobre todo para Clarita que,
como todas las niñas, era coqueta y presumida. Una tarde de septiembre, a
Clarita le compraron unos zapatos nuevos. Tan contenta estaba con aquellos
zapatos que tanto le gustaban que no los perdía de vista en ningún momento.
Jugaba con ellos, dormía con ellos, se los ponía a las muñecas,…hasta que un
día (dos días antes de su gran estreno), los zapatos desaparecieron. Buscaron y
buscaron y los zapatos no aparecían por ningún lado. Valentina reñía, Clarita lloraba,
Susín jugaba ajeno a lo que ocurría, y Fina, tras darle muchas vueltas,
concluyó que habían sido “los titiriteros”, como llamaban a los que acudían al
pueblo con puestos ambulantes para las fiestas, los que se los habían llevado. Conclusión,
Clarita sin zapatos para estrenar…¡un drama!
Resignada
a llevar a la fiesta unos zapatos viejos, cuando todas sus amigas y sus primas
irían de estreno, salió a jugar un poco. Se fue al poste de la luz donde jugaba
muchas veces, y fue entonces cuando encontró, tapados con hojas de helechos y
envueltos en un paño, los preciados zapatitos blancos, junto con un par de
piedrecitas verdes que había cogido en la playa durante el verano. Clarita no
podía estar más feliz por haber encontrado sus tesoros que ella misma había
escondido tan bien, tan bien, que nadie los podía descubrir. De hecho, ni ella
misma recordaba su escondite secreto... Cuando la pequeña los llevó, radiante
de felicidad a su casa, Valentina continuó riñendo un rato más por lo despistada
que había sido, Fina salió a dar un paseo dando las gracias a Dios, y Susín
continuaba jugando, sin enterarse de nada. Al día siguiente fueron las fiestas
del pueblo, y todo se quedó en una historieta que contar.
Este
ha sido un pequeño extracto de la vida de unas personas admirables. Aún
tendrían que ocurrir cientos de anécdotas en sus vidas, tendrían que vivir los
momentos más amargos pero también disfrutar los más felices.